Jubilación, educación y calidad de vida.
Andrés Escarbajal de Haro, Silvia Martínez de Miguel López. Jubilación, educación y calidad de vida. Rev Interuniversitaria Pablo de Olavide. 2012; 1(20): 2-7
El presente artículo trata de analizar la jubilación contrastando la perspectiva negativa tradicional con visiones mucho más positivas, que ponen el acento en las posibilidades del trabajo educativo para conseguir una jubilación de calidad que pueda extrapolarse más allá del ámbito personal, proyectándose el ámbito comunitario. En este sentido, en el artículo se apuesta por metodologías participativas que tengan en los procesos comunicativos grupales su estrategia más importante.
La jubilación fue un invento que los franceses se atribuyen, porque en 1661, el ministro Colbert ideó un régimen de pensiones para los marinos de guerra. En 1776, en Estados Unidos se reconoció la pensión a los mutilados de la Guerra de la Independencia y en 1780 se unió los beneficios por ancianidad para todos los militares retirados, y no sólo para mutilados. Sin embargo, fue Bismarck en 1875 quien universalizó el sistema d pensiones, instaurando 65 años de edad para comenzar la jubilación.
Suponiendo que la capacidad de las personas para el trabajo disminuya con la edad, esto no ocurrirá con todos los individuos, por lo que considerar un número de años como la frontera entre la productividad y no productividad es demasiado arbitrario. Si la vejez biológica no se corresponde con la vejez cronológica, mucho menos es directamente proporcional esta con la vejez socioeconómica: cada individuo envejece a un ritmo diferente, y puede ser considerada vieja para unas actividades pero no para otras.
Según nos explicaba Bazo (2001): hace años que el Banco Mundial recomendaba retrasar la edad de jubilación de forma progresiva, a medida que la esperanza de vida fuese aumentando, eliminando los complementos por jubilación anticipada y las penalizaciones por jubilarse más allá de lo anticipado, y reduciendo las pensiones con relación al salario previo.
Por otro lado, sabemos que el trabajo es una oportunidad brillante para crear y recrear reglas de convivencia, influyendo en nuestras relaciones familiares y sociales. Por eso, cuando se deja de trabajar, la visión del mundo y de la vida cambia, por lo que, si la persona no construye la jubilación como un aspecto positivo en su vida aumentan las probabilidades de sufrir sintomatología depresiva (Madrid y Garcés de los Fayos, 2000). También, está claro que la experiencia como forma de conocimiento y de afrontar la solución de problemas está desvalorizada socialmente. Nuestra sociedad no cree ya que los años sirvan para acumular saber; cree que con los años el saber se pierde o caduca, incapacitando para dominar los nuevos artilugios técnicos: valores ligados a la juventud.
En realidad, nuestra sociedad mantiene un doble discurso sobre las personas; por una parte proclama el respeto y el reconocimiento por la aportación de los jubilados a la sociedad, y por sus derechos civiles y políticos; pero, por otra parte, los retira bruscamente del sistema productivo y los coloca en márgenes de todos los procesos sociales, conenándolos al aislamiento, la marginación y la exclusión (con escasas excepciones).
Atchley en 1985 identificó fases en el proceso de jubilación: la fase previa (se percibe la jubilación como algo indefinido, preparándose mentalmente), periodo de euforia (se disparan expectativas), fase de desencanto (inseguridad ante el futuro), fase de reorientación (óptica más realista), y la fase estable (asume su situación y se adapta).
Erikson, en 1982 también postuló ocho estadios evolutivos, en los cuales la persona sufre conflictos y crisis en cada uno de los cambios, ajustando las nuevas situaciones.
Sea o no vista y percibida como un problema, es evidente que la jubilación supone un cambio sustancial en la vida de la persona al que no todos pueden responder de manera equilibrada, porque en una cultura en la que la identidad está fuertemente determinada por la profesión que se ejerce, el momento de la jubilación puede suponer la pérdida de esa identidad, más problemática que la posible pérdida de poder adquisitivo (García, 2008). Por eso, para muchas personas la jubilación supone una especie de envejecimiento social.
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